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Las crisálidas

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    Las crisálidas

    Por Antonio Abad Albarrán Fernández | Piezas literarias | 2 comentarios | 13 octubre, 2015 | 0

    Cada noche nos íbamos a la cama con una o dos crisálidas. Podían haber sido muchas más, pero los cuerpos tenían el límite que marcaba la botella de bourbon Four Roses. Ellas estaban siempre y nosotros tocábamos de manera increíble. Nada más había que llegar al hotel, derrumbarse en la cama y esperar. Por lo general descartábamos meternos en la ducha. Las crisálidas siempre se caracterizaron por su rapidez y por adorar nuestro sudor reseco. A veces encendíamos un porro en la espera; sin embargo, sabíamos que las crisálidas no tardarían en llegar y nos pedirían compartir el porro antes de quitarse las bragas. Y eso era un verdadero fastidio.

    Tocábamos rock indie y, gracias a este estilo poco usual en el país de aquella década, conseguimos un público suficiente y fiel para llenar salas principales y algún que otro teatro. Estábamos dentro. ¿De qué? Ni idea, pero es lo que nos decían todos. “Chicos, estáis dentro”.

    En todos los conciertos se apiñaban de modo infalible un grupo de crisálidas en las primeras filas. Mientras tocaba el bajo intentaba establecer un primer contacto visual con alguna de ella entre los destellos psicodélicos. Aunque no las viera sabía que estaban allí, como una barrera de coral, recibiendo las olas de nuestros acordes. En las noches en las que el escenario era puro fango solo tenía que pensar en ellas —y en lo que vendría después— para comportarme como un profesional de pies a cabeza.

    Nuestra música era melódica y delicada. Los heavies nos llamaban abuelitas. “Los putos Pecos del rock nacional”, tituló un periodista musical al que no ocultamos nuestras risas cuando nos preguntó en la entrevista: “Sois más… ¿de los Gjamones o de los Gjolling Stone?”. Realmente lo más duro de nuestro grupo era el nombre: “Spittle Goat”. En los viajes —furgoneta, bocadillos de calamares, áreas de servicio, vomitonas de urgencia en las cunetas— contabilizábamos nuestros polvos semanales, pero de un modo irremisible la conversación tomaba una senda más existencialista que nos silenciaba bajo el ruido del motor. No teníamos el aspectode los Back Street Boys precisamente. “¿Por qué se acuestan con nosotros?”.

    —Se debe a  la suavidad musical que late bajo nuestro duro caparazón—zanjaba entonces el batería. Y reíamos, porque era la misma respuesta que soltaba cuando nos preguntaban en la radio el secreto de nuestro éxito o la clave del nuevo disco.

    Empecé a llamarlas crisálidas el día que follé con una chica de piel traslúcida. No quise comprobarlo pero estaba convencido de que si permanecía atento a un trozo de su cuerpo podía distinguir el mecanismo de reloj de sus vísceras, huesos, venas y sangre. Me pareció que la chica estaba en pleno proceso de formación; me pareció que en cualquier momento se desprendería de su piel y florecería un nuevo ser. Sus gestos eran adultos pero su presencia me hacía pensar constantemente en Nabokov. Quise pensar que era uno de esos seres eternos que provocan dudas a la Muerte. Recuerdo que al irse farfulló algo ininteligible. “De nada”, creo que respondí. Así éramos: además de feos, un poco gilipollas. Por eso no comprendíamos nada.

    Por lo general una crisálida no solía hablar mucho. Por lo general llegaban, usaban el baño, se desnudaban ceremoniosamente y se apretaban contra mi cuerpo en busca de transformar enero en julio. Después, cabalgaban sobre mi cuerpo de rockero al borde de la degradación de manera pausada y triste. Sus cabellos, fríos como el plástico, tapaban sus caras. Yo entonces miraba fijamente el techo, donde se proyectaba una película de sombras chinescas, y tarareaba uno de los temas del grupo. Eso siempre era del agrado de las crisálidas. “Durante un sorbo de cerveza reconozco el rostro marchito…”. Eran siempre muy delgadas, se sostenían sobre palillos con tacones; no obstante, el sexo les producía un hambre voraz y acababan con las existencias de galletitas saladas y nueces de macadamia del minibar. Yo observaba la oscilación de sus omóplatos y el serpenteo de sus columnas vertebrales desde la cama y me preguntaba hasta cuándo el ser humano se encontraba en proceso de formación.

    El día en el que te percatas de que la mejor etapa de tu vida ya la viviste inevitablemente es un mal día. Ese trance me llegó conduciendo mi taxi —desaparición de la banda, alquiler, traspaso de licencia—. La noche saltaba sobre las farolas de la ciudad y, de repente, una crisálida abrió la puerta. Olía a lavabos.

    Las crisálidas de hoy en día se suben al taxi enfrascadas en una verborrea digital. Cuando esto sucede subo con disimulo el volumen de la radio y Spittle Goat canta:

    “Durante un sorbo de cerveza reconozco el rostro marchito/Lo sé porque reconozco también la blanquecina sierpe de la vela apagada/Lo sé porque reconozco también el primigenio frío que arranca las hojas/Lo sé porque reconozco también el agua metálica que traga el sumidero…”

    Miro por el retrovisor y distingo sus aristas cortantes bajo sus rostros de porcelana. La crisálida del siglo XXI es aún más dura y fría. La crisálida de dos mil quince jamás me pondría las manos encima, y si las pusiera, por alguna alineación divina de los astros, se deslizarían por mi piel como si palparan un campo de minas.

    Aquella crisálida, la del día de mi descubrimiento vital —y fatal—, ni siquiera cruzó una mirada al pagarme.

    —Es por el puto internet—me repite el batería cuando nos reunimos para tomar cervezas y recordar los viejos tiempos—. Han visto demasiado.

    Al menos, conservo el íntimo orgullo de sentirme participante en algún tipo de rito iniciático de decenas de crisálidas. Tengo la sensación de que nosotros significábamos para ellas el comienzo de algo. Cada noche nos convertíamos en una especie de pasaporte para el futuro. Nos utilizaban, no lo sabíamos, y nos gustaba.

    En los semáforos en rojo pienso mucho en todo ello.

    Las crisálidas merecieron una canción y nunca la tuvieron.

    Spittle Goat, éramos feos, un poco gilipollas, tocábamos de manera increíble, y follábamos.

    Por José Pedro García Parejo. 

    José Pedro García Parejo, Relato, Una banda de rock

    2 comentarios

    • José Antonio Millán Responder 13 octubre, 2015 en 21:20

      Fantástico relato, tío. Hasta la canción tiene una pinta estupenda.

      • José Pedro Responder 19 octubre, 2015 en 10:48

        Gracias, José Antonio. Afortunadamente la canción carece de música, porque si yo la tuviera que componer…

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