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Custodia compartida

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    Custodia compartida

    Por Antonio Abad Albarrán Fernández | Piezas literarias | Sin comentarios | 23 septiembre, 2016 | 0

    «Yo haría cualquier cosa por saber en qué momento me jodí»
    Conversación en la Catedral (Mario Vargas Llosa).

    «Qué hay», dices al otro lado del auricular, y yo tardo un segundo en contestar. En ese tiempo te veo, no estás aquí pero te veo, y eso es más real que si estuviera cerca. Veo tu pelo rizado, tus mofletes tiernos, tus ojos oscuros y tus labios. Sobre todo tus labios. Los abres y dejas ver un diente, tu lengua intenta decir algo que rompa ese segundo gélido. Pero yo no te dejo. «¿Cómo estás?». Lo sé, es una pregunta estúpida, sobre todo porque no vas a contestarla, podría haber dicho otra cosa, «qué hora es allí», «qué tiempo hace, ¿llueve?», «¿te volvió a tocar algún premio pequeño a ese número al que siempre juegas?», pero lo que digo es eso, «cómo estás», como si nos viéramos cada tres días y te fuese a invitar a tomar algo.

    «He visto lo que me has mandado», me dices, fría como un témpano helado; los dos sabemos que lo has visto, es tu forma de decir «vamos al grano».

    «El avión sale a las seis y treinta, llega aquí a las dos y catorce, son trece horas de vuelo», te digo.

    «Ya lo sé, ya te digo que lo he recibido», respondes.

    De nuevo el silencio. Un padre responsable preguntaría por visados, pasaportes, equipajes, cosas prácticas, pero no soy de esos; tampoco es que me tenga por un insensato, lo que ocurre es que cuando llega este día, este, claro, y sobre todo mañana, siento un pellizco en el estómago y se me queda seca la garganta, así que me la juego, me armo de valor, mi corazón se acelera y te digo:

    «¿Có…», me quiebro, dolor en el pecho, tartamudeo, «…có…mo está?».

    «Mañana la verás», respondes. Pareces un glaciar, pones esa voz con que podrías helar el universo entero, pero te conozco, sé que no es así, tú no eres así, por dentro estás tan nerviosa como lo estoy yo porque sabes cómo son las cosas. Mañana habrá gritos, puños cerrados, lágrimas, llantos, mañana será duro, cruel, horrible, tan horrible como las demás veces; la meterás a presión en la aeronave y ella llorará y pataleará y todo eso, y después, trece horas después, llegará el avión y yo la recogeré en Valparaíso, ella no querrá que la abrace y será como si la llevara a rastras, «este es tu cuarto, esta es tu casa, nuestro nuevo hogar, tu calle, tu barrio, tu vida para todo un año», ella volverá a llorar, no, no volverá, en verdad no habrá dejado de llorar todo el tiempo. Al día siguiente será aún peor, no querrá comer, no querrá salir, me tirará el plato a la cara y el vaso y la comida y preguntará «dónde está mamá, quiero irme con ella» sin parar un segundo, se dormirá extenuada de la pena y del cansancio y seguirá uno, dos, tres días, al cuarto estará mejor, al quinto me dirigirá la palabra, al sexto quizá vayamos a dar un paseo y a las dos semanas y pico me cogerá de la mano y me dirá «te quiero». La historia se repite, siempre igual.

    «¿Cómo fue el año?». De nuevo una pregunta estúpida que sé que no responderás. No hay nada que decir. Soy tan ridículo. Tú no dices nada, claro, tienes todo el derecho, las leyes son así y están para acatarlas. A fin de cuentas, sus llantos son el reflejo de los nuestros, de nuestros llantos, de nuestras lágrimas, solo que las nuestras se agotaron antes de que lo jodiéramos todo y por eso ahora es ella a la que le toca llorar, puesto que llora por los dos. Por ti y por mí.

    ¿En qué momento se jodió lo nuestro? Piensa: ¿en cuál? No fue nada más empezar, cuando aquella profesora progre quiso que nos sentáramos niño-y-niña. Yo era tan tímido que no sabía por quién decidirme, por eso me quedé el último en elegir y el azar quiso que me tocaras tú. Tú y yo sentados, mesa con mesa, silla con silla, todo un semestre. De allí a empezar a charlar, a conocernos, a intercambiarnos lápices y rotuladores, compás y sacapuntas, deberes cuando uno de los dos no los había hecho, miradas, dedos que se rozan furtivos, caricias debajo de la mesa, corazones que van a mil por hora, besos en la oscuridad de una esquina, cariños, mimitos, dulzuras, sexo de críos que se hacen grandes. Éramos la típica pareja de pueblo juntos-desde-que-se-conocen pero fuimos mucho más que eso, nada de aburrirnos. Tú a Granada y yo a Bilbao, tú ingeniería y yo periodismo, tú de Erasmus y yo de Séneca, viajes, borracheras, cuartos húmedos en pisos compartidos, quejas, lamentos, quién-es-ese, por-qué-te-mira-aquella, peleas, rupturas, bofetones, losientos, más besos, más caricias, más alcohol, más sexo. ¿Y después? Milano, Edimburgo, Copenhague, Ámsterdam, no éramos la típica pareja de pueblo, la vida era una aventura llena de cumbres y hazañas. ¿Cuándo fue entonces? ¿En qué momento se nos fue de las manos? Tú jodida, yo jodido, todos jodidos. La casa, el coche, la vida estable; el hastío, la monotonía, las responsabilidades. ¿Por qué tuvimos a Christine? ¿Fue para arreglar lo nuestro? Recuerda: teníamos un plan. Yo me iba a México unos meses; tú seguías en tu trabajo esos meses; yo hacía un reportaje a la guerrilla; tú mientras buscabas un curro; yo perseguía mi fama y mi gloria; tú hacías las maletas, vendías la casa, gestabas a la niña, «verás, amor mío, cómo lo solucionamos, volvemos a salir del pueblo, aire libre, aventura, otro país, nueva vida, verás cómo volvemos a ser los mismos». Solo que no viniste. Nunca. No volvimos. Ni siquiera a vernos. Tú en Madrid y yo en Ciudad Juárez; tú en Madrid y yo en Barcelona; tú en Madrid y yo en Caracas, tú en Madrid y yo en Filipinas, tú en Madrid y yo… Y ella allí, justo en el centro, jodida como tú y como yo, jodidos todos, Christine. Nuestra hija.

    «Oye, yo…», me gustaría decirte. «¿Y si…?», querría preguntarte. «Esto no está bien», te diría, «no se lo merece, esto es horrible, un infierno, es espantoso». Para ella, para ti, y para todos. «¿Por qué no…?», te propondría. «¿Qué te parece si…?».

    No digo nada. La vida es así. Las parejas rompen. La gente se separa, se divorcia, deja de quererse. «Custodia compartida», sentenció aquella juez. «Un año con la madre y otro con el padre. Sin contacto. Ninguno. Es lo mejor». Eso dijo. Así será más fácil su vida. Entre medios, el envío de billetes, el historial médico del año entero, los resultados escolares, el visado, el papeleo. El único contacto que nos resta. Todo lo demás es pasado, polvo sobre el que sustentar sus lamentos, sus lágrimas, sus pataletas. Después se acostumbra, «te quiero, papi», caricias, abrazos, chuches, helados, sonrisas en el parque, juegos en la playa, dormir bajo las estrellas en la tienda de campaña. Un año para papi y después lo mismo, «no quiero irme, quiero estar contigo, quiero quedarme en tu casa, en ese cole, con esas amigas».

    «¿Tienes algo más que decir?», suena al otro lado.

    «Creo que no…», te respondo, cobarde.

    Un clic por adiós. Ni una palabra.

    «Te quiero», te digo, aunque no me escuchas. Ya no estás.

    Por Ignacio Moreno Flores. 

    Compañero de pupitre, Ignacio Moreno Flores, Relato

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