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Día 78 desde el advenimiento

    Inicio Piezas literarias Día 78 desde el advenimiento

    Día 78 desde el advenimiento

    Por Antonio Abad Albarrán Fernández | Piezas literarias | 1 comentario | 29 octubre, 2014 | 0

    En realidad, todo había empezado tres semanas antes. Veintiún días antes de la Llegada alguien filtró la Noticia. Así, con mayúscula. La mayor noticia de la historia. De haber sido real, claro. La segunda venida a la Tierra del Hijo. Sí, ese en el que están pensando. Por alguna razón que se me escapa, las grandes cadenas, los mayores periódicos, las mentes más preclaras y los más poderosos del planeta lo creyeron a pies juntillas. Sin plantearse objeciones o dudas.

    Hubo gente que pasó esas tres semanas esperando la Llegada con muchas ansias. Otros creíamos (casi sabíamos, nunca se puede tener la certeza absoluta de nada que no se pueda ver) que todo era un montaje. Un montaje muy elaborado, pero montaje al fin y al cabo. Y no sabíamos cómo la gente podía ser tan crédula, tan estúpida. Otras religiones pasaron de puntillas por el asunto. Ni lo mencionaron. Al menos públicamente. Pero eso fue al principio.

    Los detentadores del poder religioso pasaron a un primer plano. Lanzaban mensajes de paz, de amor, de que había llegado la hora de que este planeta plagado de pecados y pecadores, donde el mal había ido ganando terreno paulatinamente hasta llegar a la situación actual, había llegado a su límite. Y ya era hora de empezar de nuevo, desde cero, a crear un mundo de verdad, en el que mereciera la pena vivir antes de la vida verdadera. Con lo  que ahora eran ellos los que manejaban el cotarro.

    Así, en una situación en la que los problemas de pobreza, hambre, guerras, habían pasado a un segundo plano, llegó el Día. Las coordenadas fueron especificadas convenientemente en un lugar apartado de la civilización. Camiones de numerosas cadenas de televisión de distintos países, incluso algún que otro helicóptero, se dirigieron al lugar dispuestos a emitir en directo tan histórico acontecimiento. También militares a mansalva, por si acaso (los conflictos de soberanía sobre el territorio se habían olvidado durante unas horas, pero nunca había que olvidar prevenir).

    Todo el planeta, independientemente de la hora que fuese en cada rincón, estaba sentado delante del televisor. Un share planetario del cien por cien. Todo el mundo guardando un silencio total. Y, en el preciso momento, sonaron unas trompetas con una especie de fanfarria. Expertos musicólogos se apresuraron a tuitear que esa melodía no pertenecía a ninguna sinfonía conocida, a ningún autor que jamás hubiese existido. Una luz potente proveniente del cielo dirigió un rayo hasta un punto concreto de la tierra. Los helicópteros de las televisiones no fueron capaces de mostrar el lugar del que provenía dicho haz. Y la gente se lo creyó, claro. Solo unos pocos escépticos entendimos que aquello era un montaje excelentemente orquestado no se sabe por quién ni con qué propósito en el que estaba previsto que las cámaras no enfocaran a donde no tenían que enfocar para no mostrar el pastel.

    Una humareda surgió del suelo en el lugar exacto en el que el rayo de luz tocaba la arena. Por unos segundos, aquella niebla impidió que se viera nada y, cuando se disipó, allí estaba él, con su presencia imponente, irradiando luz. Un montaje espectacular, sí señor… Ahí empezó todo. En el día 0.

    A partir de entonces los acontecimientos se precipitaron. A partir de aquel día, ya no hubo otro asunto del que tratar. Y muy pronto empezaron los enfrentamientos. En el día 4, el conflicto ya se había extendido por todo el planeta. Partidarios y detractores se atacaban mutuamente bien arguyendo un carácter defensivo, bien uno disuasorio. Cuando el credo dominante, gracias a la Visita, empezó a vanagloriarse de ser los únicos, los elegidos, y comenzó a atacar e insultar al resto de creencias, éstas pasaron a hacer uso del popular dicho “la mejor defensa es…” .

    Los que estaban en contra de todo aquello incendiaban templos; los partidarios más fanáticos respondían con ataques a los lugares donde nacían los pecados de la sociedad actual: centros comerciales, cadenas de televisión, discotecas…

    En el día 12 algunos aprovecharon el caos reinante para ir más allá. Los pantanos fueron envenenados, lo que después provocaría miles de muertes. En otras ciudades, en otros países, se copió la idea. Al día 17 empezaron los atentados en las centrales eléctricas, los sabotajes en las nucleares. Y en el día 20 llegó el apagón. La oscuridad total.

    Los saqueos ya habían acabado porque en la mayoría de lugares ya no quedaba qué saquear. La situación ya había sobrepasado el límite imaginable cuando empezó todo aquello. Y ni siquiera había pasado un mes. La gente ya luchaba, atacaba y se defendía por impulso, por instinto, aunque ni se hablaba ya de los motivos, porque muchos ni los recordaban.

    A los tres días de oscuridad, cuando los muertos se contaban por millones en todos lados y los cadáveres estaban en cualquier sitio, fuimos muchos los que decidimos, sin haber llegado a acuerdo alguno, irnos de las ciudades. Sin rumbo predeterminado. Sólo había que huir.

    Dos semanas caminando, casi sin descanso. Bebiendo escasos sorbos de cualquier líquido bebible al día. Comiendo menos aún. Algún animal muerto que encontraba, si no tenía la posibilidad de cazar ninguno; alguna fruta de algún árbol que todavía nadie hubiese desvalijado… Poco más. Mejoró algo con el tiempo, desde que entré en el bosque y llegué a las montañas, sobre todo. Desde que me quedé solo después de haber perdido al último miembro del pequeño grupo que formamos los que escapábamos del desastre. Mi última compañera de viaje se había separado en el último desvío. Sin despedidas, sin palabras. Ella giró a la izquierda cuando yo seguí caminando de frente.

    Dormía al raso, bajo los árboles, donde pudiera. Hasta que en el día 39 llegué a la cabaña. La descubrí en un claro después de atravesar la parte más frondosa del bosque, rodeada por ella. Por la ventana se veía la luz de una vela. Estaba anocheciendo y salía humo de la chimenea, aunque el frío no era excesivo. Llamé, pero no recibí respuesta. Empujé la puerta y esta cedió. No se veía a nadie, y nadie respondió a mi voz. Me senté en lo que parecía un jergón que, a pesar de todo, era mucho más cómodo que el suelo en el que llevaba demasiado tiempo durmiendo. Y me quedé dormido.

    Desperté horas después en aquella cabaña perdida, a la que (reconozcámoslo) en circunstancias normales me hubiese parecido una choza de mierda perdida en medio de la nada. La chimenea y la vela ya estaban apagadas. Tardé unos minutos en percibir que no estaba solo. En un rincón, agazapados en las sombras, percibí dos pares de ojos. Los ojos de dos críos, niño y niña, de no más de siete años. Estaban solos. Los pequeños no me contestaban cuando les hablaba, y se asustaron cuando intenté acercarme a ellos. Así que decidí ganármelos y salí a cazar algo para comer. Además, también traje algo de leña.

    Aunque aquella misma tarde conseguí que se acercaran, necesité unos días para que confiaran en mí. Llevaban ya un tiempo solos en aquella casa perdida en la que habían nacido y crecido, sin electricidad, sin agua corriente, sin contacto con otros humanos mas que sus padres, que no supieron decirme dónde estaban, por lo que ni se habían enterado de todo el tema de la Venida, el apagón, las luchas y demás. Decidí quedarme con ellos en aquel lugar donde no se conocía nada del resto del mundo, donde solamente se vivía en paz y donde las causas del advenimiento no llegarían jamás. O eso creía.

    Y así, tranquilamente, entre idas y venidas en busca de leña, de plantas y animales que comer, pasó el tiempo, hasta que en el día 78 oímos algo. Por la ventana vimos a un grupo de personas armadas. Los pequeños me cogieron de la mano y me llevaron a su escondite, aquel desde el que ellos me espiaron el día en que llegué sin que yo los viera. Por lo que decían estaban recorriendo todo el país buscando adeptos o matando a todo el que se negara. Cuando quise darme cuenta, por la rendija por la que espiaba manteniendo la respiración vi aparecer a los dos críos, caminando con calma, cogidos de la mano, en dirección al grupo, sin hacer el más mínimo ruido. Y vi cómo ambos saltaban encima de ellos, cómo se transformaban, cómo devoraban a los incautos ‘cazadores’ de almas, con inusitada vehemencia y fiereza. Cuando hubieron satisfecho su apetito, se volvieron a coger de la mano y vinieron a donde yo estaba.

    -No te preocupes -me dijeron- .Nosotros cuidaremos de ti.

    Desde entonces, la cabaña es mi hogar.

     Por Juan Antonio Hidalgo.

    Cabaña en el bosque, Juan Antonio Hidalgo, Relato

    1 comentario

    • Rosita Fraguel Responder 30 octubre, 2014 en 12:52

      Bien por Juan Antonio. Limpio y pulido. Muy pop, muy pulp y muy bien 🙂

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