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El vértigo blanco

    Inicio Piezas literarias El vértigo blanco

    El vértigo blanco

    Por Antonio Abad Albarrán Fernández | Piezas literarias | 11 comentarios | 29 septiembre, 2015 | 0

    Soy escritor. Siempre lo he sido. Hay cosas que uno sabe que es, tan claramente como tiene la certeza de que su entorno intenta que no lo sea. Mi padre era albañil. Es lógico que no entendiera de literatura. Pero Susana era filóloga. No era para nada una inculta. Lo que pasa es que era una cabrona.
    Cuando la crisis acabó con mi empleo, ella dejó de ver futuro en la relación. Al menos tuvo el detalle de escriturar la casa de Sevilla Este en la que nos habíamos entrampado y devolverme mi parte. Con eso y el paro, estuve un par de años sesteando y escribiendo mi primera novela.
    Ojalá le salga aluminosis a la puta casa.
    El libro se vendió muy bien. Unas dos mil copias. A tres pavos, es un kilito de las antiguas pesetas.
    Me entrevistaron en siete u ocho programas de radio. También salí una vez por la tele. Espero que Susana me viese y se atragantase con lo que sea que se estuviese comiendo en ese momento.
    En las entrevistas todos me preguntaban que cómo se me había ocurrido el argumento. Que de dónde sacaba los personajes. Yo respondía que de la vida, pero me extendía un poco más porque hay que dar juego en las entrevistas y todavía no estaba en posición de hacerme el divo. Sin embargo, hay que tener cuidado de no abrirse demasiado porque es muy fácil que la gente se haga una idea equivocada de uno y lo etiqueten para siempre. Por ejemplo, cuando salía el tema de la Némesis del protagonista (un personaje llamado Sasún) y en quién me podría haber basado para crear una figura tan perversa, yo respondía “en nadie. Es un avatar, un compendio de los terrores masculinos ante el nuevo papel de la mujer del siglo XXI que cuestiona siglos de machismo atávico”; sin embargo pensaba para mí: “En la hija de puta de Susana Zejón Somalo”.

    Al final la cagué. La última entrevista para la radio fue en La Ventana. Lo escucha mucha gente. Yo ya me creía con tablas, me había tomado un par de cervecillas en un bar de González Abreu y se me terminó yendo la lengua. El presentador estuvo todo el tiempo piropeándome, haciéndome sentir como en casa, y yo bajé mis defensas. Cuando me soltó el manido “vértigo de la página en blanco”, yo dije que eso no existía. Que a mí la página en blanco me parecía una oportunidad de plasmar las mil historias no escritas que circulan por mi cabeza, que es como decir “yo me cago en el vértigo de la página en blanco”. Y no. No debí haberlo dicho.
    La crédula de mi editora me dio un anticipo de dos mil euros por mi supuesta nueva novela, que me he pulido al pagar cuatro meses de alquiler por anticipado de mi apartamento en Sevilla Oeste (o sea, Triana) porque a Susana siempre le encantó esa zona y ya me encargaría yo de que se lo contaran. Ojalá le reviente la arqueta sifónica.

    Endeudado hasta la médula, y sin ninguna historia, me puse a investigar el barrio con la esperanza de que se me ocurriera algo y con la certeza de que cuando volviese al apartamento, la página en blanco estaría esperándome, burlona, y yo desviaría la mirada.
    Para no pecar de original, lo primero que hice fue irme al bar más cercano. Los parados y asimilados perdemos la noción de los días de la semana así que no caí en que era lunes y que el día anterior hubo Liga. El Betis al parecer había goleado y escuché varios chistes del tipo de “ya está papá encima de mamá”. Sobre las botellas de licor, detrás de la barra, presidía un escudo del Betis, con su sonrisa de dientes verdes y blancos. Junto a él, había una foto del dueño del bar con Gordillo que sujetaba, con la elegancia que da la costumbre, una gamba.
    Mi segunda parada de la mañana fue la mercería. Entré por inercia. Me parecía una fachada muy chula. Fue un error. Dentro no había nadie y yo caí en la cuenta de que no tenía ni idea de mercerías. La dependienta me preguntó que deseaba. Yo pensé “un maremoto en Sevilla Este” pero solo dije “Ni idea. Se me ha olvidado”. Dejé a la buena mujer pensando en lo tarado que yo era y me encaminé a mi próximo comercio, un clásico: la tienda de desavíos. Esta vez tuve suerte. Había un par de mujeres esperando. Saludé con mi mejor “hola” y me dispuse a esperar mi turno analizando a las parroquianas. La primera compró dos chulos y un redondito.  No hay un puto pan con un nombre medio normal, y en esta tierra mía, menos. La segunda tardó doce minutos en gastarse ochenta y cinco céntimos en chucherías. No seré yo el que monte un puesto de golosinas si fracaso en el noble arte de las letras.
    Mi siguiente parada era otro clásico: la frutería. No le tenía grandes esperanzas pero nunca sabe uno dónde puede estar la inspiración ni cuál puede ser tu entrevista trampa.
    El frutero era un tipo grande, macizo y moreno. Cuando cogía los manojos de zanahorias parecía que tuviese quince dedos.
    Pedí la vez y me tocó detrás de un guiri que tardó en dármela, a medias por el idioma y a medias por la resaca de Erasmus que llevaba, que ni sus tres millones de pecas eran capaces de disimular. La que iba delante del guiri no paró de entrometerse en la compra de la señora que la precedía y cuando fue su turno, se empleó a fondo. Preguntaba por una fruta, se la enseñaban, la cogía, la apretaba, hacía una mueca de duda, se la devolvía al frutero, preguntaba por otra, la cogía, le pedía “dame medio kilo de judías verdes”, miraba la balanza, decía “quítame un cuarto”, luego “para”, “échame unas poquitas más que luego viene mi hija y también le gustan” y el frutero, en su infinita paciencia, añadió más hasta que volvió a tener medio kilo.
    Yo me apoyé en la pared, saqué las pipas que había comprado en el desavío y disfruté con el espectáculo. Era como ver a Marya Gómez Kemp en su plenitud, regateando con un aboulomaníaco por el piso en primera línea de playa de Torrevieja.
    La mujer fue calentando con las verduras que por lo que se ve no necesitan de un estado de maduración tan exacto como la fruta. Sin embargo hubo un momento de tensión con la lechuga. Ella afirmó que una que compró tuvo bichos. El frutero dijo que no la habría comprado en su tienda. Ella afirmó que sí. El frutero aseguró que sus lechugas no tenían bichos y que para demostrarlo estaba dispuesto a abrir por la mitad una cualquiera, con la condición de que si no tenía bichos debía llevarse la lechuga y que en caso de que las tuviera, él le regalaba las judías. Para mi sorpresa, la mujer no aceptó la apuesta y pidió acelgas.
    El guiri se cansó de esperar y con un “Thu ya, yo no” me cedió el sitio. Hoy tampoco habría comida sana para el muchacho por mucho que le dijera a su madre esta tarde por Skype.
    Yo seguí con mis pipas, depositando las cáscaras en el bolsillo de mi chaqueta embebido por la escena.
    A la segunda bolsa le dijo al frutero “Veme cerrando la cuenta”. El frutero montó una matriz aditiva en la esquina de uno de los recios papeles con los que hacía cartuchos y dijo “Catorce con noventa y seis”. La mujer le soltó quince euros y no le rechazó los cuatro céntimos de vuelta.

    Yo me compré cuatro manzanas. Cogí una de ellas, la froté con la manga por pura imitación cinematográfica y mordí fuerte. Cuando volví a mirar la manzana me fijé en lo blanca que era su carne. Mi bocado le había dibujado una sonrisa. Volví a acordarme de ella y en el vértigo de su blanca cara, como el de un folio inmaculado.

    Por Thalcave. 

    La frutería de abajo, Relato, Thalcave

    11 comentarios

    • Rosa Responder 29 septiembre, 2015 en 17:22

      Mira que cosa más sencilla y enganchaíta me has tenido de la primera a la última línea.

    • Juan Ramón Responder 29 septiembre, 2015 en 17:40

      !Olé!
      ¡Una cerve por mi cuenta para la señora en la próxima quedada!

    • Gema MO Responder 29 septiembre, 2015 en 18:30

      Muy bueno!! Si que engancha este prota complejamente simple. Y el titulo me encanta!

    • Juan A Hidalgo Responder 29 septiembre, 2015 en 19:21

      Magnífico!!

    • José Ángel Responder 29 septiembre, 2015 en 20:18

      Me lo he pasado genial leyendo el relato. Y eso es lo mejor que puedo decir de un texto. Te invito yo a la cerveza, te la mereces.

    • fano Responder 29 septiembre, 2015 en 22:28

      creo que es tu mejor relato. felicidades

    • Patricia Responder 29 septiembre, 2015 en 22:28

      Genial retrato de las costumbres más cotidianas. Me ha enganchado desde el principio!

    • Rosa Responder 30 septiembre, 2015 en 10:16

      Lo que está claro es que la cerveza nos la tomamos 😉

    • Amelia Responder 1 octubre, 2015 en 01:11

      Fantástico relato ! Estoy de acuerdo en que engancha desde el principio hasta el final, además me has hecho sonreír reviviendo esas pequeñas anécdotas de la vida cotidiana en un barrio parecido a aquel en el que crecí… Felicidades

    • ÁLEX PRADA Responder 10 octubre, 2015 en 18:42

      Llego un tema tarde… no doy pa más!! pero esto es escribir, joder, sí señor (o señora, que no sé qué hay detrás de Thalcalve… Ole… “Con la elegancia que da la costumbre”, a lo Rafael Gordillo Vázquez…

    • José Pedro Responder 12 octubre, 2015 en 15:27

      Poco más que añadir, relato muy divertido, lleno de sarcasmos (Sevilla Oeste jejejejeje). Para los que somos de por aquí el escenario hace que te enganche aún más. ¿Continuará este pobre escritor sus aventuras en este blog?

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