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Lo que puedo decir de un bocadillo de calamares

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    Lo que puedo decir de un bocadillo de calamares

    Por Antonio Abad Albarrán Fernández | Piezas literarias | 1 comentario | 10 mayo, 2016 | 0

    «Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
    cuyo nombre no puedo oír sin sentir escalofrío»
    Luis Cernuda, La Realidad y el Deseo.

    Lo primero que puedo decir de un bocadillo de calamares es que no está tan mal. Si embadurnas su contenido con mayonesa el asunto mejora notablemente. Y si ya lo acompañas con una cerveza helada alcanza la categoría de exquisitez. Mi amigo Juan Nacho dice que un bocadillo de calamares es como una meretriz (no usa el término puta, sabe que me molesta), porque «sirve para lo que sirve». Hay que tener en cuenta que mi amigo Juan Nacho es uno de los últimos australophitecus que sobreviven sobre la faz de la Tierra; sin embargo, lo quiero mucho, entre otras cosas porque lanza ese tipo de sentencias con una sonrisa que significa «y rebáteme si eres capaz».

    Los domingos por las mañana del centro de Madrid respiran la calma de un boxeador noqueado. Todo amanece recubierto de una pátina húmeda, quebrada y fría que trata de ocultar los golpes. Sus calles las recorren turistas de tránsito pausado en busca de algo que mascar (en este caso, suele ser el Rastro). Los madrileños viejos aprovechan esas pocas horas para reencontrarse con su ciudad y hacer un poco de memoria sobre lo que fue y ya no logran hallar.

    Julia y yo salíamos de La Campana uno de esos domingos por la mañana de dar buena cuenta de sendos bocadillos de calamares y ella dijo: «Necesito ir al servicio». Las principales webs turísticas señalan ese bar como imprescindible. Lo constaté por la cantidad de clientes que fotografiaban un simple bocadillo de calamares. En este tipo de lugares el visitante se siente menos usurpador de lo ajeno. Hay otros como él alrededor, celebrando la liturgia del turismo a base de alegría impostada e instagrames.

    Personalmente, no me sentí defraudado; mis prejuicios sobre la sequedad del bocadillo de calamares se esfumaron en el primer bocado. Temía que en mi boca se formara una espesa pelota de pan duro, rebozado y calamar achiclado; no obstante, el pan resultó excelente y la fritura en su punto. Por otro lado, la noche anterior habíamos abierto una botella de cava en la cama del hotel. Todo estaba desarrollándose a pedir de boca. Desayunar un bocadillo de calamares a petición de mi esposa, desechando la opción andaluza (y, a veces, terca) de tostada con aceite, se antojaba oportuna en este caso. Ambos necesitábamos sensaciones positivas tras unos meses muy duros.

    Frente a La Campana, en la calle Botoneras, se sitúa el restaurante Los Galayos. A eso del mediodía del domingo sale de Los Galayos un camarero al que le crujen las articulaciones mientras coloca los veladores y mira las enormes estudiantes estadounidenses de pechos generosos (las llaman yanketas). Mientras aguardaba a Julia, en mitad del trajín de mesas y sillas, me acerqué a la fachada de Los Galayos y me quedé observando la gran fotografía que funciona como reclamo publicitario. A veces me pregunto la razón por la cual nos atraen las fotografías que muestran el drama. Un inmigrante ahogado en una orilla, un oso polar en una diminuta isla de hielo, una niña desnuda huyendo de las bombas, un vagabundo en mitad de la Quinta Avenida, un soldado recibiendo un disparo, una fila de desempleados esperando la apertura de la oficina del INEM. Este tipo de fotografías son carne de premios internacionales y alabanzas profesionales.

    En aquella fotografía la Generación del 27 se reúne por última vez alrededor de una mesa con botellas de vino aún sin descorchar. Pronto desfilarán por la mesa morcillonas, chuletitas de cordero y torreznos. Celebran el éxito de La Realidad y el Deseo, de Luis Cernuda. Era abril del 36. Quizá alguno de ellos oliera el aire gris de despedida. Quizá todos lo sospecharan y, tras la foto de rigor, las viandas pasaran de mano en mano como si del cuerpo sagrado se hubiese tratado, y las copas se transformaran en santos griales profanados por sus bocas terrenales.

    Todos sonríen. Son jóvenes y orgullosos. Se consideran la mejor generación artística de Europa. Altolaguirre, García Lorca, Miguel Hernández, Maruja Mallo, José Bergamín, María Teresa León, Alberti, Neruda, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Concha Méndez, Vicente Aleixandre, Santiago Ontañón. Ellos, encorbatados. Ellas han comenzado a soltar sus abrigos de pieles en los respaldos de las sillas. Se van a divertir esa noche y aún no deben taparse los oídos ante el traqueteo metálico de los fusiles.

    Sin embargo, me detengo en Luis Cernuda; mira el objetivo de un modo distante. Parece que ya tiene la niebla londinense instalada en sus pupilas. En La Realidad y el Deseo se ha desnudado sin ambages. Ha perfeccionado la llamada poesía de la experiencia. Es un rejonazo a la sociedad pétrea en la que vive y es también un rejonazo a su propia persona. Parece barruntar la tormenta. Pese a su éxito y a las loas que su amigo Federico le ha dedicado en la prensa posa con un rictus decadente. Si algún miembro de aquella mesa hubiera contemplado junto a mí, en la tibia mañana madrileña, la fotografía le habría preguntado: «¿Ves drama o alegría?». «El cordero estaba cojonudo», me hubiera respondido con toda seguridad, dándome toda una lección de carpe diem.

    —¡Lista! ¿Seguimos? —Ni un atisbo de miedo en Julia. Eso me reconfortaba. Vinimos a Madrid para acabar con nuestras propias incertidumbres.

    —Claro. —Me orienté durante unos instantes y percibí el barullo de turoperadores de la Plaza Mayor. —Es por allí. —Tocaba pasear por la Almudena y el Palacio Real. Agarré de la mano a mi mujer y crucé los ejércitos de excursionistas, mimos, personajes de dibujos animados y pedigüeños pensando que hay dramas mayores, dramas menores y falsos dramas. Madrid ya estaba, de nuevo, preparada para el combate.

    Estoy impaciente por ver a mi amigo Juan Nacho y decirle que un bocadillo de calamares es algo más que una meretriz. Ya, de paso, le diré que las meretrices gozan de todos los respetos. Probablemente me dirá que soy un homo sapiens sapiens cada vez menos refinado y que tarde o temprano de mi boca saldrá la palabra puta.

    Fin.

    Por José Pedro García Parejo. 

    Desayuno, José Pedro García Parejo, Relato

    1 comentario

    • Álex Prada Responder 10 mayo, 2016 en 21:25

      anda que avisas… Cernuda y calamares… toma ya!

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