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Me llamo Yo

    Inicio Piezas literarias Me llamo Yo

    Me llamo Yo

    Por Antonio Abad Albarrán Fernández | Piezas literarias | 1 comentario | 14 enero, 2015 | 0

    Me llamo Yo y, con mis dientes, en este tubo de PVC, voy a escribir mi historia, porque es una historia hermosa y es mía y no quiero que se pierda.

    El gato se tomó su tiempo. Sentado sobre sus cuartos traseros, analizó la  calle girando sus orejas en distintos ángulos. Cuando se convenció de que era segura, se lamió las garras de las patas delanteras y probó el sabor de su caza. Se estiró como sólo sabe hacerlo un felino: arqueando la espalda y alzando la cola al silencioso aire de la noche. Sus ojos fosforescentes se entrecerraron en una raya verde de placer. Dando pasos lánguidos y elegantes, comenzó a seguir el rastro de sangre.

    Llegué junto a los otros Seis hace cuatro primaveras cuando el azahar empezaba a caer de los árboles y los gorriones en celo volaban por las copas y los caminos persiguiéndose unos a otros en sus baladronadas de cortejo.
    Los Seis y Yo jugábamos y explorábamos y nos hacíamos más fuertes cada día, mientras nuestros padres nos enseñaban a ganarnos el sustento. Un día no tuvieron nada más que enseñarnos y los siete corrimos cada uno en una dirección, con nervios en el estómago y el pecho henchido, buscando nuestro lugar en el mundo.
    En aquella época dormía al raso. Me ocultaba de los grandes pájaros mientras depredaba caracoles, desenterraba raíces y bebía el fresco rocío de la hierba de la mañana. Era una existencia dura, pero era osado y hervía de vida. Nunca retrocedí. Si la brisa soplaba por mi espalda no la olfateaba porque venía del pasado y, a ese, ya lo conocía.
    Cuando la hierba empezó a amarillear, recordé lo que me habían enseñado mis padres y exploré con ahínco buscando un sitio que pudiese llamar Mío.
    Todos los sitios que me gustaban, de los que encontré, estaban ocupados. Tuve que aprovechar los vacíos, que nadie quería, para acampar durante el día. Así estuve buscando incansable, durante dos mudas de luna, hasta que encontré el sitio.

    El Gato se paró junto a la última gotita de sangre, al pie de la puerta del garaje, y la lamió. Después se quedó mirando, con ojos y orejas, la barrera metálica, como si pudiese ver lo que ocurría en su interior.

    Era Yo un ratón de naranjales y, cuando me asomé desde la maleza y descubrí la montaña cuadrada de los mayores, me asombré mucho. A su alrededor todo era bastante raro e inhóspito. Había pocos árboles, estaban muy separados unos de otros y parecían famélicos. Sin embargo, mi corazón me dijo que en la montaña cuadrada estaba mi lugar en el mundo.
    Lo exploré con miedo porque, aunque no olía a nadie, no estaba del todo seguro de que estuviese deshabitado. Era gigantesco. Por una rampa descendí hasta una pared metálica. Debajo tenía una gran rendija y era fácil atravesarla. Más allá, se abría una cueva enorme sostenida por troncos de piedra idénticos y la temperatura era muy agradable. Por los muros de la cueva, puertas más pequeñas que la principal se alineaban de forma regular. Las rendijas que dejaban eran estrechas pero seguían siendo incapaces de retenerme. Detrás de las grietas se abrían galerías ascendentes que habría de escalar. Era un mundo maravilloso el que había descubierto y, por primera vez en mucho tiempo, pensé en los Seis y deseé que pudiesen disfrutarlo conmigo.
    Al poco empezaron a ir llegando los mayores, lo que me vino muy bien porque, aunque la montaña era muy buen refugio de la lluvia y del frío, tenía escasez de alimentos.
    Los mayores empezaron a ocupar las galerías, pero la montaña era tan grande que había espacio de sobra. Se fue llenando de olores y a mí eso me agradaba. En mi primer invierno me alimenté de cartones, migas de pan, patatas fritas y alguna araña. No pasé hambre.

    El gato saltó a la caja de incendios y de ahí se encaramó a los barrotes de la parte superior de la puerta del garaje. Serpenteó entre ellos dejando su olor en el metal.

    Con el tiempo empecé a sentirme más solo. Incómodo, comencé a plantearme interactuar con los mayores, a pesar del miedo instintivo que me generaban. Una tarde hice una prueba en una galería y me presenté ante un mayor de tamaño mediano. El mayor chilló. Yo me asusté y hui. Seis o siete lunas más tarde hice otra prueba porque, con la lejanía que daba el tiempo, no estaba seguro de si interpreté bien al primer mayor. Me presenté en la gran cueva de los troncos a un mayor de pequeño tamaño. Él también chilló y, además, salió corriendo. Concluí que Yo no gustaba a los mayores así que decidí no volverme a mostrar.
    La soledad  se me hizo pesada y, por más que olfateaba todas las esquinas, no olí a nadie parecido a mí. Descubrí que había sido feliz en soledad porque siempre había dado por hecho que no duraría. Temí vivir solo por siempre.
    Las mudas de luna fueron pasando pero Yo he sido incapaz de discernir el paso de las estaciones. En el sitio Mío, las plantas son muy escasas y dan pocas señales mientras que la temperatura dentro de la montaña oscila demasiado poco.
    Hace unos días, por fin, apareció un olor nuevo en el sitio Mío. Al principio apenas era perceptible. Después empecé a olerlo con más claridad. Era frecuente que el olor fuese más fuerte en los sitios que yo frecuentaba, por lo que razoné que el nuevo me estaba buscando. Fantaseé sobre qué sería lo que estaría buscando de mí.
    Esta noche nos hemos encontrado por primera vez. Descubrí su olor fresco y lo seguí fuera de la montaña. Me pudo más la soledad que la prudencia. Al poco, su olor desapareció y yo me preguntaba cómo lo había hecho cuando cayó sobre mí desde el cielo. Aterrado, intenté escapar, pero él me hacía rodar a un lado y a otro con sus zarpas. Una de las veces logré agarrarme a una de sus patas. Él me sacudió con todas sus fuerzas así que me aferré con mis dientes. Recuerdo que el mundo enloqueció de repente y lo que estaba arriba pasó a estar abajo, luego a la derecha y luego a la izquierda. Finalmente, salí despedido. Con la cabeza embotada y el costado ardiendo, hui. Ahora lo vuelvo a oler, acercándose, pero ya he acabado mi historia y lo único que lamento es morir solo.

    El gato se deslizó junto al roedor. Cuando vio las marcas en el tubo del desagüe se sentó sobre sus cuartos traseros y las estudió con detenimiento. El ratón tembló ligeramente cuando el gato se volvió a mirarlo. El felino, con una garra, trazó surcos en el tubo y dijo: “Mío no: Nuestro. Hoy no morirás, y tampoco estarás solo”. Luego le lamió las heridas y se tumbó junto al ratón esperando el amanecer.

    Por Thalcave.

    Carta de un ratón a un gato, Relato, Thalcave

    1 comentario

    • ÁLEX PRADA Responder 16 enero, 2015 en 20:39

      guauuu!!!! los ratones deben estar flipando contigo…

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