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Querer ser Chechubiriucó

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    Querer ser Chechubiriucó

    Por Antonio Abad Albarrán Fernández | Piezas literarias | 3 comentarios | 7 junio, 2016 | 0

    Yo quería ser siempre Chechubiriucó, un tipo peludo, con rasgos simiescos —perdón, Chechu—, y con una altura liviana para ser jugador de baloncesto. Mateo, por ejemplo, siempre quería ser Maiquelyordan, una elección lógica, ¿quién no querría ser el mejor jugador de todos los tiempos? Se lo concedíamos porque fue el primero en colocarse en el antebrazo una muñequera con el número 23. Una muñequera en la misma muñeca era cosa de paletos, en el antebrazo era elegante, más estiloso, era lo que hacía Michael, lo que también hacía Mateo, indiscutible que él debía ser Maiquelyordan.

    En el verano del 92 esperábamos a que Indurain se zafara del molesto Claudio Chiappucci, Il Diavolo, en las carreteras francesas para ir a las pistas con el tam tam de guerra de nuestros balones. Bigotes, el encargado del polideportivo, salía de su letargo en la sombra e iba a comprobar que no hubiera algún yonqui en la caseta de los servicios. De vez en cuando, se escabullía uno, ratoncillo asustado, gruñendo su placer artificial y asesino en la cara de Bigotes.

    Al haber un Jordan entre nosotros, debía haber inevitablemente un Escotipipen, el otro alero de los Bulls. Ese papel correspondía siempre a Migue, compañero inseparable de correrías de Mateo. Era lo apropiado, no valía discusión alguna, aunque se nos escaparan ciertas miradas de envidia ante tanta complicidad mientras ensayaban su fabuloso choque de manos. Tampoco protestaba Falito. Era alto y llevaba unas gafas que se sujetaba con una cinta de velcro: le tocaba ser Carinabdulyabar, aunque su preferencia era Patriegüin. No tenía opción, así se lo hicimos ver, y se resignó ese verano a entrenar el famoso tiro de gancho de Carinabdulyabar.

    En el verano del 92 la Expo era algo que estaba allí y que, con suerte, alguien nos llevaría a visitarla. El barrio latía lento durante aquellas tardes. Por las calles resbalaba un ronquido ajeno a los grandes fastos. Hasta la noche no se desperezaban los ladrillos y las cañerías de desagüe. Las vecinas sacaban entonces las sillas a la acera, los hombres fumaban sentados en los poyetes, la fragancia de los campos antiguos retornaba a sus conciencias. Mientras tanto, la gran ciudad rugía en la lejanía.

    Formábamos los equipos, pare, none, pare, none, pare, none, atrapábamos mi balón tricolor —siempre el tricolor, más americano, más show, más todo—, pulsábamos las lengüentas de nuestras Reeboks Pump de mercadillo para poder saltar más, tal como aseguraba la publicidad, y comenzábamos con el salto inicial. El juego estaba plagado de balones que no tocaban el aro, de infracciones, pasos, dobles, de pases a la nada y de manotazos a destiempo. Pero, de vez en cuando, alguien se cuadraba en la línea de triples, lanzaba a canasta y, zas, la pelota entraba limpia, y la red se elevaba por encima del aro como un hongo atómico. O, de repente, alguno de nosotros veía el pasillo en mitad de la zona, botaba con decisión hacia dentro, marcaba los dos pasos, saltaba, levantaba una rodilla, y regalaba una preciosa bandeja al tablero para que el balón entrara mansamente. En esas ocasiones deteníamos el partido y felicitábamos al anotador con inverosímiles saludos aprendidos en los partidos de la NBA que Ramón Trecet narraba en la Segunda Cadena a las ocho de la mañana de los sábados. Y es que todos veíamos a Jack Nicholson, sentado a pie de cancha, detrás de sus gafas de sol, sonrisa burlona, aplaudiendo ese triplazo o esa entrada a canasta perfecta de sus Lakers. Mallillonson, Jaquínolallubón, Larriber, Charbarkli, Aisiatomas, Claidresler. Y siempre yo, Chechubiriucó.

    José, Josechu, Chechu, Chechu Biriukov era el 7 del Real Madrid, el único escolta de la plantilla, demasiado bajo para ser alero y no tan hábil en el bote como para ser base. Biriukov tenía doble nacionalidad. Ruso y español. Ruso y vasco. Biriukov Aguirregabiria. Padre taxista moscovita, madre vasca, huida de la guerra. Y eso era fascinante. Joder, alma rusa, la única alma que podía plantearse acabar con el poderío de la NBA. La Guerra Fría en el parqué. Cuando veía al Real Madrid por televisión ignoraba a los demás jugadores y únicamente me concentraba en los movimientos de Biriukov. Su especialidad eran los triples, unos triples técnicamente incorrectos, sin arco, muy rasos, como pedradas, que se colaban en el aro con incoherencia física. Biriukov cortaba con un sprint poderoso por mitad de la zona, recibía el balón en línea de tres, posicionaba los pies y se levantaba como un resorte. «Las piernas más poderosas de todos los jugadores blancos», dijo alguien. Mi universo se congelaba y rezaba para que anotara aquel hijo de comunistas.

    No temíamos al sol. Bigotes nos observaba desde las sombras basculantes de las tardes de verano. Las nuestras modificaban sus direcciones sin percatarnos. Se nos iban las horas por los poros de la piel. Ganábamos la vida entera con el baloncesto. Llegábamos a casa exhaustos, con la pegajosa sensación del deber cumplido y las rodillas negras. Dábamos las buenas noches al corro de vecinos de la puerta de casa, abríamos el grifo del agua fría y casi no nos daba tiempo llegar a la cama.

    En ese mismo año 92 USA ganó la medalla de oro de baloncesto en las Olimpiadas gracias a su Dream Team. El siguiente verano, el del 93, fue más o menos igual para nosotros, aunque sin Expo y sin Mallillonson —nos enteramos que tenía el SIDA y nadie quería ser Mallillonson—. En el 94 ya entramos en el instituto, Bigotes se jubiló y Tassotti le partió la nariz a Luis Enrique en cuartos de final del Mundial de fútbol. En el 95 Indurain ganó su último Tour y algunos preferían pasar las tardes con sus novias antes que ir a las pistas. En el 96 lo más que hubo fue un uno contra uno entre Chechubiriucó y Maiquelyordan. No hubo color.

    No sabría decir cuándo fue el momento exacto en el que Maiquelyordan se transformó en Michael Jordan, Mallillonson en Magic Johnson, Carinabdulyabar en Kareem Abdul-Jabbar, Jaquínolallubón en Hakeem Olajuwon, Escotipipen en Scottie Pippen, Carmalón en Karl Malone, Patriegüin en Patrick Ewing, Larriber en Larry Bird, Charbarkli en Charles Barkley, Claidresler en Clyde Drexler y Aisiatomas en Isiah Thomas. Probablemente sobre nosotros fue cayendo ese polvo que se posa en los muebles viejos de un modo indoloro. Probablemente este relato gotee nostalgia de alguna tubería en mal estado. Pero es buena nostalgia, material indeleble, tanto que, cuando nadie me ve, hago una bola de papel y la lanzo a una papelera. «¡Cheeeeechuuuubiriucooó! ¡Tres!».

    Fin.

    Por José Pedro García Parejo. 

    Ídolos, José Pedro García Parejo, Relato

    3 comentarios

    • José Antonio Millán Responder 8 junio, 2016 en 14:39

      Una delicia de relato, José Pedro. Aunque en este caso, conmigo lo tenías fácil. El baloncesto es una de mis patrias emocionales, así que puedo dar fe de que tu texto tiene toda la magia que uno sentía en aquellos días. Las muñequeras, los saludos, ese fervor adolescente por aquel juego de gigantes… lo has clavado. Un saludo y enhorabuena.

      • José Pedro Responder 11 junio, 2016 en 18:31

        Gracias. Los recuerdos facilitan la escritura.

    • Ignacio Moreno Flores Responder 8 agosto, 2016 en 01:05

      http://www.jotdown.es/2012/11/chechu-biriukov-la-nba-me-parece-un-conazo-siempre-lo-mismo/

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