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Seducir y destruir

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    Seducir y destruir

    Por Antonio Abad Albarrán Fernández | Piezas literarias | 1 comentario | 13 septiembre, 2016 | 0

    Con casi cuarenta años tengo la triste sensación de haber vuelto al cole, aquí sentado en mi pupitre. En unos pocos minutos estoy haciendo una regresión acelerada a una época en la que todos los tíos éramos unos gilipollas alterados por las hormonas.

    Encontrarme este ambiente no forma parte del plan. Las fotografías en la web muestran a adultos sonrientes y educados, todos concentrados en escuchar y aprender; a la hora de la verdad me veo rodeado por una horda de garrulos con carencias afectivas, diversas disfunciones sociales y amagos de crisis existencial. La idea al inscribirme en este curso es dar con maneras de romper ese punto muerto con el que me topo al salir con alguna mujer. En mi plan hay un tipo que me enseña estas cosas; puede que alguien que se ha encontrado con mi mismo problema, alguien que ahora me echa un cable. La idea es tener más opciones, algunas pistas y trucos.

    Y sexo, claro.

    La diferencia entre lo que uno imagina y lo que termina por encontrarse suele ser bastante abismal y totalmente deprimente. Lo que ocurre aquí y ahora es que desde mi pupitre veo a un tipo con pinta de vendedor pretendiendo ser una especie de guía espiritual. Un tipo que, en cualquier caso, no tiene pinta de enseñarnos nada; más bien cree estar aquí para iluminarnos. Para salvarnos.

    Afortunados nosotros. Y amén.

    Este tipo alza los brazos hacia el cielo y grita: «Respetar la polla… y … domar al coño».

    Y estallan los aplausos, los vivas y los hurra. Y veo las caras de emoción y no puedo evitar pensar en la multitud de tullidos y enfermos terminales que van a Lourdes en manada, en busca de un milagro.

    Produce escalofríos ver esto, aunque no tantos como me produce mi compañero de pupitre. «Hola, soy Toreador», dice la pegatina en su camisa. Y pienso que sí, que tiene un aire a hidalgo de rancio abolengo venido a menos, un aire a torero de tercera fila retirado. Tras cruzar con él un saludo y cuatro palabras, tras observarle unos cuantos minutos, «Eslabón perdido» me parece un nombre más indicado para escribir en su pegatina. Más descriptivo.

    Tiene cuatro o cinco años menos que yo pero parece que hable con mi tío abuelo carca de pueblo.

    A su favor, todo hay que decirlo, pone esfuerzo en parecer sofisticado, con ese aspecto de hombre de laboratorio que cada mes dictan las revistas para los machos de hoy. Mordiéndose los carrillos, apretando la mandíbula y tensando y estirando la musculatura, su lenguaje corporal es un compendio de ritos de apareamiento en donde cada gesto busca un algo. Además cuelga los pulgares del cinturón, lo que le da un factor extra de pseudo-hombría, muy al estilo de un John Wayne caducado. Aunque sin revólver. Y sin placa. Todo el conjunto es tan natural y espontáneo como el típico robado a un personaje de prensa rosa.

    Y, a todo esto, el gurú grita: «Decidle al coño: ¡No, no me controlarás! ¡No, no me robarás el alma! ¡No, no ganarás este juego!».

    Y todos gritan: «¡No!». Y aplauden con furor.

    Cuando iba al cole tenía un compañero de pupitre que no hacía más que dibujar pollas en cualquier parte; para seguir la tradición el
    «Eslabón perdido» parece solo tener una frase supuestamente ingeniosa: «Menuda polla tienes, tío. Qué pollón gastas…». Y se ríe. Mucho. ¿No hay manera de escapar del pasado? ¿Vivo atrapado en los años de EGB? Aquí estoy, al lado de un energúmeno que hace chistes tipo pedo-caca-culo-pis. Y que se cree sofisticado por el solo hecho de jugar al pádel.

    A todo esto el símil de coach dice algo sobre «descongestionar la mente» y el torero retirado dice que a él le funciona hacer flexiones, «ya sea para mantener el tono o impresionar a una pava». No me lleva ni un segundo imaginarlo como uno de esos lagartos del desierto que como cortejo se ponen a hacer flexiones, y que a veces se nublan y no paran de hacerlas hasta que revientan por el esfuerzo.

    Y grita un fiero «¡Aú, aú!» como respuesta a alguna chorrada que haya podido decir el charlatán. Parte el corazón presenciar este cuadro general y ser consciente de que a esto nos han llevado millones de años de evolución humana. Toda esta gente, todos estos tíos esforzándose en parecerse a un depredador, cuando recuerdan más que nada al Correcaminos. No sé si se han convertido en esto con los años o fue un problema de ir justos de oxígeno al nacer.

    Cuando el sacerdote de la domesticación del coño habla sobre maneras de llamar la atención de las mujeres, mi compañero de pupitre me cuenta su secreto: golpear cosas. Paredes de cristal con las manos, bancos de madera con su porra… Cualquier cosa que implique hacer mucho ruido y que signifique «Eh, estoy aquí». No lo digo, pero hay gorilas en los zoos que actúan del mismo modo: golpear cosas para llamar la atención. Y me pregunto cuánto tardará en lanzar su propia mierda a los cristales. O si recita como un mantra «No debo arrastrar los nudillos al andar».

    Es complicado aguantar la risa y no descojonarse teniendo en una oreja a alguien gritando sobre el poder del macho, y en la otra al «Eslabón perdido» hablando de cualquiera de sus chorradas. Y, en el medio, mi cabeza que quiere suicidarse.

    El chamán del poder fálico grita ahora: «Esto es un juego, tíos, no creáis que no. Grabaros esta idea: yo soy el que manda. Yo soy el que dice sí; no; ahora; aquí».

    Mi compañero de pupitre asiente con la cabeza hasta que la barbilla toca su pecho. Y dice un «Sí» que se une al resto de las decenas de síes que llenan el aula.

    Nuestro salvador sigue: «Es evolutivo, antropológico, biológico, animal… Nosotros somos hombres».

    Y de nuevo despierta aplausos y pasiones.

    Siendo niño aprendí a andar cogido a un papel enrollado mientras mi madre decía: «Agárrate bien fuerte a esta columna y no te caerás». Por supuesto era una patraña, un truco mental que me daba confianza a la par que jugaba de la manera más tonta con mi credulidad. Un tipo de pensamiento muleta.

    A esta gente, a mi compañero Toreador, le ocurre algo parecido con toda esa basura que lanza el instructor por la boca, solo que todos ellos hace ya años que no son unos bebés. Hace ya años que se afeitan. Y que tienen pelos en los huevos.

    Lo que pasa es que aquí no los alientan para dar sus primeros pasos; aquí les afianzan sus convicciones y les amueblan la cabeza con mierda variada al por mayor.

    Y ya ves.

    En algunas culturas se marcan la cara con cuchillos. En otras, se aplanan la cabeza de los bebés con unas tablas especiales en las cunas. En otras, se alargan el cuello con aros de metal. Todas esas imágenes del National Geographic acerca de ritos de paso y aceptación del grupo me pasan por la cabeza mientras permanezco sentado en mi pupitre, mientras uno vocifera: «Tengo mis láseres, tengo mis rayos, tengo mis misiles, mis bazokas y mis cohetes apuntando a ti, justo… a… ti… bruja… mujer». Y, mientras, el resto… bueno, en fin… Mientras, el resto aplaude y hasta se emociona.

    Entre tal y como esta gente viene ya de casa y lo que pueden sacar de este curso, da bastante miedo pensar en lo que pueden luego ofrecer al mundo. Toda esta palabrería hueca… Todo este fundamento según el cual tienes poder por tener un cacho de carne colgando de la entrepierna… Aquí esto es lo que venden como educación y éxito garantizado.

    Para este tipo de gente, uno no es más que lo que tiene entre las piernas, y de ahí extrapolan toda una suerte de habilidades, atributos y comportamientos. Y tiene su miga pensar en el valor que le dan a su polla, lo que creen que les otorga, cuando realmente no es que tenga muchos usos.

    Están el follar y el mear. Y ya. Y ni se les ocurre pensar que no pueden clavar un clavo con los huevos.

    El problema puede ser ese: que ninguno de ellos es capaz de pensar.

    Por Roger Mesegué. 

    Compañero de pupitre, Relato, Roger Mesegué

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