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Sueños rotos, tiempo perdido

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    Sueños rotos, tiempo perdido

    Por Antonio Abad Albarrán Fernández | Piezas literarias | 1 comentario | 21 marzo, 2016 | 0

    Steven, Adam y Rebeca son amigos. Desde que se conocen sueñan con llegar juntos hasta donde nadie antes haya llegado, hasta lo más alto, hasta los picos, las cumbres, las agujas de roca. Sueñan con subir por paredes de piedra y conquistar así las cimas de todas las montañas. Igual que las fieras siguen a sus presas, ellos persiguen sus sueños tratando sin descanso de darles alcance, atraparlos con las manos, ponerles el pie encima. Hay cientos, quizá miles de sueños así esparcidos por todo el planeta para los tres y, con un empeño inquebrantable, buscan hacerlos suyos uno a uno.

    Ya han conquistado muchos y hoy, en este día en concreto, poco después de amanecer, los tres se encuentran ante un nuevo sueño que cumplir: conquistar las míticas paredes del Barranco del Todra. Han venido en invierno. Quieren estar solos, que nadie más les estorbe en la subida que tienen planeada por la Pared de los Holandeses. Y han venido de lejos, desde la otra parte del mundo. Han cruzado un océano y han recorrido con las ganas y la ilusión de quien lo hace por primera vez los doscientos kilómetros que separan la ciudad de la que salieron cuando aún era noche cerrada de esta pared de roca. En el viaje dejaron atrás el llano, ascendieron con la vieja furgoneta alquilada por las carreteras reviradas de las primeras estribaciones de la cordillera y, cuando se acabó la carretera, anduvieron los últimos kilómetros cargando sobre sus espaldas todo el equipo de escalada.

    A primera hora tienen ya preparada la cordada. Colocados los arneses, tendidas las cuerdas, asegurados los primeros amarres, inicia la ascensión el más experto de los tres, Steven, que, en los primeros largos, se maneja con soltura. Después de doscientos metros, Adam le da el relevo en la cabeza del ascenso. Sube despacio, tan solo es su quinta ascensión y lo hace con prudencia aunque, gracias a su fuerza y agilidad, en poco tiempo consigue completar dos largos. Cuando ancla el mosquetón para iniciar el tercero de sus largos sobre la ruta abierta y toma impulso para alcanzar el siguiente punto de amarre, el anclaje cede y la cordada se viene abajo. Los dos anclajes que acababa de colocar se desprenden de la piedra. El último colocado por Steven aguanta la caída de Adam durante unos segundos, pero cuando Steven intenta recuperar cuerda, el agarre no soporta el peso de los dos cuerpos y también se suelta. Ambos caen al vacío y en su caída hacen saltar todos los anclajes. A unos treinta metros de altura Rebeca, la última de la cordada, que está parada esperando su turno para ascender el segundo largo, es arrastrada por los otros dos y también cae al vacío. Una vez que los cuerpos de Adam y Steven alcanzan el suelo, toda la tensión sobre la cuerda desaparece y el penúltimo anclaje aguanta sujetando el cuerpo de Rebeca, que queda suspendido de la pared a varios metros del suelo. El golpe de la caída y la repentina parada le han partido la columna a la altura de la cintura.

    Pasan unos minutos hasta que Rebeca toma conciencia de lo que acaba de suceder. Cuando por fin reacciona, sin sentir todavía dolor alguno por la descarga de adrenalina producida en la caída, llama a gritos a sus compañeros de cordada cuyos cuerpos separados, pero todavía unidos por la cuerda, yacen bajo ella. No obtiene ninguna respuesta, los dos están muertos. Rebeca piensa que no lo pueden estar, que solo estarán inconscientes y por eso grita, grita sus nombres con todas las fuerzas de que es capaz hasta que, pasado un tiempo, comprende lo inútil de su esfuerzo. Poco a poco intenta concentrarse en lo que ha de hacer. Trata de recordar qué le enseñaron para situaciones así. No lo recuerda. De pronto todo se ha vuelto absurdo. Es absurdo que ella esté suspendida en el aire y Steven y Adam estén abajo, tendidos sobre las rocas. Ella no puede bajar. Intenta liberar la cuerda, iniciar el descenso, pero no puede. Un hormigueo le recorre todo el cuerpo. No comprende qué le sucede. Trata de agarrarse de nuevo a la pared, recuperar la vertical, pero no puede. Algo le pasa a sus piernas. No le duelen, pero, de repente, se han quedado sin fuerza. Cuando intenta apoyar un pie en un saliente de la pared, un dolor agudo, intenso, le recorre toda la espalda y la hace temblar. Entonces se da cuenta. No tiene sensibilidad alguna. Sabe que tiene la columna partida. Empieza a pensar que va a morir. Comienza a llorar.

    Yo los vi pasar, señor Comisario, cuando amanecía. Me había levantado mucho antes, temprano, y me había dado tiempo ya a ordeñar y llevar la leche a mi madre. Las cabras a esa hora todavía andaban perezosas y estaban entretenidas comiendo en los brotes de las zarzas que hay junto al camino.

    Saltaba a la vista que ninguno de aquellos tres era de aquí. Uno dijo «Hello», otro dijo «Bye» y la chica que iba en medio, vestida con un anorak naranja no dijo nada. El primero me preguntó algo que yo no entendí. Supuse por su aspecto que irían a escalar a la Pared de los Holandeses, que es a donde van todos los extranjeros que pasan por nuestra aldea de un tiempo a esta parte, por eso creí que me preguntaban que por dónde se iba. Se lo dije, que era siguiendo el camino que entra en el barranco y luego para la derecha, hacia arriba, ya sabe usted. Se lo indiqué señalando con la vara que utilizo para arrear al ganado y ellos me correspondieron con una sonrisa amable. Se les veía preparados, iban cargados y su equipo parecía bastante nuevo. En pocos segundos los perdí de vista. Al poco rato yo los olvidé y me preocupé de lo mío, de mi rebaño.

    A media mañana, un macho se me fue hacia arriba, hacia el principio del barranco y detrás de él siguieron algunas cabras. Fui a darles la vuelta y cuando llegué arriba escuché las voces. Eran voces de mujer. Me imaginé que eran los que se habían cruzado conmigo por la mañana. Yo antes ya había visto a otros escalar allí y sabía que lo hacían en silencio, como hormigas pequeñas moviéndose en vertical, hacia arriba, sin ningún ruido y por eso me extrañaron las voces. Seguí subiendo un rato y ya no escuchaba las voces. Di la vuelta a mis cabras y cuando bajaba, otra vez las volví a escuchar. Ya no eran voces, era como si alguien estuviera llorando. Sí, por las paredes del barranco, como un eco, se escuchaba a alguien llorar. Aquello me extrañó más por lo que dejé por un rato la guarda de mi ganado y volví a subir.

    Cuando tuve a la vista la pared de piedra vi algo raro. Yo estaba lejos, pero pude ver como, a unos cuantos metros del suelo, una mancha de color naranja se movía suspendida en el aire. Parecía magia. Desde allí yo no podía ver la cuerda que la sujetaba, por eso me pareció como si fuera una hoja que se movía con el viento, a un lado y a otro. A los otros dos no los vi. Desde donde yo estaba no los podía ver. Eso también me pareció raro. Normalmente van en fila, uno detrás del otro. Estuve allí un rato, mirando. Aquello me pareció una forma rara de escalar. De nuevo volví a escuchar a la mujer. Estaba claro que era ella quien lloraba. En aquel momento me convencí de que aquello no era normal y que allí pasaba algo raro.

    Usted comprenderá, señor Comisario, que yo no podía dejar mi rebaño sin más así que me volví hasta donde había dejado las cabras y les apreté para que bajaran hasta donde las encierro. Pero las condenadas no querían bajar. Les pasa eso, que cuando uno quiere que hagan algo, se lo huelen y hacen lo contrario. En poder juntarlas y encerrarlas se me fue una hora o dos y en todo ese tiempo yo ya no escuché más voces. Hubo un momento, si le soy sincero, que hasta me olvidé de aquellos tres de tanto pelearme con los condenados animales. Cuando por fin las tuve encerradas, ya era tarde, serían sobre las cuatro.

    Después de tomar un bocado, como no me quedaba tranquilo, volví a subir por el barranco hasta la pared. De lejos pude ver que la mancha naranja ya no se movía y cuando llegué a la base fue cuando descubrí a los otros dos. Estaban tendidos en el suelo, estampados contra las piedras que hay allí, usted sabe, de las que han ido cayendo desde arriba. Todavía estaban atados el uno al otro con la cuerda. Tenían la cabeza abierta, el cuerpo destrozado, cada pierna para un lado…

    El ver aquello me dejó, mire…, mire.., todavía hoy, mire…, ¡mire cómo se me ponen los pelos!

    Y yo no cogí nada, se lo prometo, señor Comisario. El reloj ese que usted dice que era de uno de ellos y que falta lo perderían en algún sitio. Yo no cogí nada de allí. Yo no se nada de ningún reloj…

    FIN.

    Por Ricardo Muñoz Carrión.

    Montañas, Relato, Ricardo Muñoz Carrión

    1 comentario

    • Mati Muñoz Responder 21 marzo, 2016 en 22:09

      Hermano, me ha encantado tu relato. Nos ha tenido sobrecogidos hasta el final.
      Gracias por compartirlo
      Besos

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