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Trascendentes

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    Trascendentes

    Por Antonio Abad Albarrán Fernández | Piezas literarias | Sin comentarios | 24 noviembre, 2014 | 0

    Sonrío.

    Siempre sonrío. Es mi trabajo. Sonreír. Caer bien. Generar confianza. Asentir con la cabeza. Mirar a los ojos con interés. Apretar la mano con calidez. Estar a un metro y medio de distancia: menos, es descortés; más, sugiere rechazo.

    —Hola, ¿qué tal? ¿Qué le parece la exposición?
    —Muy entretenida. Cuando mi mujer me obligó a venir, pensé que iba a ser más aburrido pero la verdad es que me lo estoy pasando muy bien. Los canapés son estupendos.

     

    Su mujer.

    Fue lo primero que me atrajo de él. La observé tomándole del antebrazo cada vez que la pareja con la que hablaban decía algo gracioso. Era la forma de sugerir a su marido cuándo era el momento de unirse a la carcajada grupal. Él, sumiso, obedecía y reía, mientras de reojo intentaba averiguar dónde estaba la bandeja de aperitivos más cercana. Normalmente cuanto más desigual es el aspecto físico de la pareja, más Dinero suele tener el menos agraciado. La mujer era una diosa rubia de treinta y pocos, con una espalda terciopelada que su vestido de Channel dejaba al descubierto. Él era un gordo de cincuenta y algo, con pajarita, bigotito a lo Errol Flynn, un Hublot en la muñeca y zapatos de Ferragano. Si yo fuese una abeja, él sería un campo de amapolas.

    —¿Y usted qué hace aquí? ¿Es uno de los artistas de la exposición?

    Mientras habla, minúsculos trozos de comida mezcladas con saliva salen disparados de los finos labios bajo el bigotito. Algunos caen en mi chaqueta. No me molestan. Puedo oler los alientos a ginebra o vino de mis clientes, sentir el ajo del almuerzo que se les repite o el puro de quinientos euros que se acaban de fumar. No me perturban. Si estoy tan cerca de ellos es porque lo que realmente huelo es el Dinero. Nada más me importa. Bendito Dinero.

    —No. Dios no me otorgó el talento de pintar. A cambio me permitió la capacidad de reconocer el talento, lo cual hoy día, está muy bien retribuido, afortunadamente.

     

    Dinero.

    Etimológicamente viene de denarius, una moneda romana. No es una palabra que suene especialmente bien. Ni mal.

    Como concepto, en cambio, no tiene igual. Tan solo se le acercan las palabras sexo y muerte, pero con mucho Dinero puedes tener todo lo que quieras del primero y retrasar el segundo, mientras te regalas todo aquello que tu hedonismo imagine. Es el superpoder definitivo. El idioma universal. La justa medida capaz de comparar el valor de una lámpara con el precio de llorar en un cine. Es el único Dios real y, en su ecuánime proceder, permite cientos de métodos y formas de llegar a él.

    Como en todas las religiones, los depositarios de su poder siguen una jerarquía piramidal.

    En su base se encuentran Los Desposeídos. Están fuera del sistema. Sin capital no se puede sentir la llamada del Dinero. No pueden cubrir ni las necesidades más básicas.

    En el segundo escalón están los Humildes. Su escasez de Dinero les supone problemas cada día. Son ojerosos y tristes y, cuando les hablas de Dinero, bajan la mirada.

    En el tercer escalón están los que tienen Dinero, pero no tanto como para lograr sus deseos más profundos. Son Los Aspirantes. Cuando a ellos les hablas de Dinero te miran fijamente. Te analizan, preguntándose si tú puedes ser un medio para conseguir el Dinero que les falta o eres solo otro más que les está intentado engañar. Como jugadores de póker, empiezan a calibrar tus gestos, las inflexiones de tu voz, desmenuzan las señales buscando adivinar cuál es tu jugada y qué clase de cartas llevas. Los de mi oficio empezamos a tratar con este tercer escalón. Con ellos descubrimos el poder de la mentira y de la adulación. Elegir qué datos son revelados y cuáles no. Es parte del aprendizaje. Sin embargo, solo sirven como formación. Por más gente de esta clase que libes nunca te podrás saciar. Para ello necesitas otra cosa.

     

    El cuarto escalón.

    —¿Entonces es usted marchante de arte?
    —No, no. Yo descubro talentos. Les compro sus obras cuando nadie los conoce. Los promociono. Los hago ricos y yo con ellos. Si no fuese un negocio rentable, seguramente también me dedicaría a ello. Afortunadamente, la crisis financiera ha hecho del arte una inversión refugio. La rentabilidad es muy alta y, además, refuerza el negocio de los que lo adquieren.
    —¿Y cómo refuerza una pintura el negocio de los que la adquieren? No lo termino de entender.

     

    Los ricos.

    Rico viene de riks, que en gótico significa poderoso. Los poderosos y los ricos conforman el cuarto nivel: Los Profetas. Han alcanzado El Cielo, por lo que el dios Dinero les permite convertir en realidad todas sus fantasías. Sin embargo, poderoso y rico no son sinónimos. Poderoso denota fuerza pero también una actitud capaz de utilizarla.  Rico, en cambio, está más próximo a deseable, a apetitoso, que a poder. Tienen la fuerza pero no la voluntad de ejercerla. En general, salvo que acucie la necesidad, es preferible evitar a los poderosos. Un rico sin embargo es el mirlo blanco que todos buscamos. El trébol de cuatro hojas. Nuestro cuponazo.

    —Hay que ser del mundillo para verlo por uno mismo. Cuando alguien adquiere una pintura la expone en el salón de su casa. O en su despacho. O en el hall de su empresa. Todo el mundo la ve. ¿Quién se entera si uno tiene siete millones de acciones de una empresa energética? Nadie. La pintura, en cambio, se explica por sí misma. Se autopromociona y promociona a su dueño. La gente reconoce el poder y la sensibilidad. En poco tiempo salen compradores. Gente más insegura sobre sus gustos que el propietario de la pintura. Gente que necesita esa pintura para reafirmarse. Porque además, si la consiguen, le dirán a todos quién es el que se la vendió. Así el Dinero del primer comprador crece y  su fama también. ¿Se imagina el prestigio que supone para un mecenas ceder uno de sus cuadros a un museo? No solo indica poder, indica clase, personalidad e intuición. Indica olfato para los negocios.
    —No puede ser tan fácil.
    —Oh, sí que lo es. Yo lo veo todos los meses. No le digo todas las semanas porque hay muy poca gente con la capacidad económica y la personalidad necesarias. Todas las pinturas que he vendido han, al menos, triplicado su valor en tres años. Estamos hablando de millones. Eso de beneficio directo. Si uno tiene en cuenta la de acuerdos empresariales que ayuda a alcanzar, la rentabilidad se dispara. Es una cantidad de  Dinero incalculable.
    —Me comentaron algo una vez, pero no me lo había tomado muy en serio.
    —Le voy a enseñar una de ellas. Ahora es propiedad de McAdrews & Matters.
    —¿De McAdrews & Matters? ¿Y está aquí?
    —Sí. Nos la han cedido amablemente para esta exposición, a pesar de su valor. La quieren promocionar porque están pensando en usarla como nuevo logo del Holding. Evidentemente, me la compraron a mí.

    Le tomo del antebrazo y lo dirijo hasta una de las paredes. Por encima del hombro veo a su mujer. Se ha fijado en nosotros. Nuestras miradas se cruzan. Nos reconocemos. Es una de mi oficio. Una Trascendente.

    No me lo estropees, cariño. Es un campo de amapolas. Tiene polen de sobra para los dos.

    Por Thalcave.

    Relato, Thalcave, Un mentiroso

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