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Volver al mar

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    Volver al mar

    Por Antonio Abad Albarrán Fernández | Piezas literarias | 2 comentarios | 23 marzo, 2015 | 0

    Aprendió a hablar el idioma de los humanos por necesidad. En un principio, cuando todo ocurrió, en aquellos primeros momentos en los que Roua Hatu elevó las aguas haciendo que todo se inundara y arrastrándola irremediablemente sin que pudiese hacer nada por evitarlo, solo quería que su dios se la llevara de una vez por todas y acabar así con aquel sufrimiento. Pero después, a medida que pasaban los días y veía que seguía viva, que Hine-nui-te-po no se dignaba a llevarse a alguien tan insignificante como ella, algo en su interior hizo click y, sin saber muy bien por qué, empezó a aferrarse a este lado. No quería morir sin volver a ver el mar.

    En aquel momento comprendió que necesitaba alimentarse mejor, que era indispensable una hidratación mayor que la que le proporcionaban, mientras trataba de encontrar la solución a sus deseos. Y, claro, tenía que pedirlo para que se lo dieran. Era evidente que las intenciones de todos los que la cuidaban eran buenas, que se preocupaban por ella. Podía verlo en sus miradas, lo notaba en el tono de sus voces. Aunque para ella los sonidos que salían de sus bocas eran un galimatías incomprensible.

    Aun así, necesitó un par de meses para empezar a articular algunas palabras medianamente inteligibles, cosa que con sus cuerdas vocales, tan diferentes de las humanas, le costaba un enorme trabajo. La primera vez que sus cuidadores la oyeron se sorprendieron sobremanera. Habían intentado comunicarse con ella en multitud de ocasiones, buscando conocer de primera mano lo que ocurrió, intentando averiguar si recordaba algo de aquellos traumáticos hechos. Pero lo cierto era que, en el fondo, nadie esperaba que contestara.

    Su nombre era Anouk y la verdad era que lo recordaba todo. O prácticamente todo. Recordaba la inesperada y súbita subida de las aguas, obra, sin duda, de un merecido castigo de Roua Hatu a los humanos; la  fuerza de arrastre de la corriente y cómo ella fue absolutamente incapaz de escapar; recordaba las ramas, los hierros arrancados de cuajo de cualquier sitio, golpeando y destrozando su cuerpo; el caos que se originó en todo su mundo; y cómo todo se detuvo de pronto, cuando su cuerpo inerte quedó encajado entre las ramas, un kilómetro tierra adentro, muy lejos de su hogar. Allí fue donde, poco después, perdió el sentido. Cuando despertó ya estaba en aquella cama, sin saber cuánto tiempo había pasado, y desde donde, a pesar de su privilegiado sentido del olfato, ni siquiera podía oler el mar.

    La imagen y la sensación del insoportable dolor que había sentido seguía presente aún hoy, después de tanto tiempo, a pesar de que la parte inferior de su cuerpo, más allá de la cintura, ya no existía, de que únicamente quedaban algunas pocas escamas casi secas de lo que antes había sido una hermosa cola. El día que al despertar descubrió que habían amputado la mitad de su cuerpo deseó aún con mayor fuerza su propia muerte. Pero ni sabía ni quería contarlo.

    La noticia había sido totalmente silenciada y nadie fuera de la organización, salvo los tres miembros del equipo sanitario que la encontró, sabía siquiera de su existencia. Anouk era la primera sirena de la que se tenía constancia física, la primera que se había capturado. Aunque no había sido voluntariamente, sino gracias al terrible tsunami que arrasó la costa asiática hace unos años. Su cuerpo fue visto por un helicóptero médico pocas horas después del siniestro, atrapado entre las bajas ramas de unos arbustos y, pronto, las autoridades la trasladaron en secreto a las dependencias de un organismo internacional desde donde fue enviada, sedada y dormida, hasta su sede central, en Lucerna, donde se estudiaba su organismo y se investigaba la existencia de otros de su especie a partir del lugar en el que había aparecido.

    Fue allí donde la conocí. En aquel falso hospital, en el que no había más paciente que ella. Cuando empezó a hablar ya llevaba meses escuchándonos a todos, aprendiendo. Supongo que quería usar las palabras exactas, que no quería dar lugar a equívocos cuando hablase. Y, por supuesto, escuchaba y aprendía para decir lo que quería decir a la persona adecuada. Esa era yo.

    Quiero pensar que me eligió por ser el más fuerte, el único capaz de atreverse a hacerlo, en vez de el de mente más débil, como dicen todos ahora. El más fácil de convencer. Nadie hubiese sido capaz de sacarla de allí como yo. Con las sirenas sonando, con los coches persiguiéndonos durante horas hasta que logré perderles a todos.

    Todavía hoy recuerdo cómo su piel se iba iluminando a medida que nos acercábamos al destino. El sabor a agua salada de sus abundantes lágrimas de emoción. Aquella dulce y aguda voz que surgía de sus entrañas. Su mirada al llegar a la playa. Y aquella sonrisa al sentir de nuevo el mar en su piel desnuda entre mis brazos, que se congeló cuando una bala atravesó mi brazo y se clavó en su pecho, mezclando su sangre con la mía. La vi morir en mis brazos. Vi cómo su luz se apagó al poco de refulgir.

    Ahora soy yo el que está encerrado. Con un único sueño. Salir de aquí y volver a ver el mar.

    Por Juan Antonio Hidalgo.

    El Mar, Juan Antonio Hidalgo, Relato
    • Marta 23 marzo, 2015 en 16:29

      Oooh. Lindo 🙁

      • Juan Antonio Hidalgo 24 marzo, 2015 en 23:57

        Gracias, Marta.

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